Por casualidad, he empezado a leer un libro de Federico Faggin llamado «Irreducible«.
Para mi sorpresa, Federico fue el creador de la compañía Zilog y del microprocesador Z-80.

Cuando hice el Proyecto fin de carrera en la escuela de Teleco (1978-1980), diseñamos una placa de CPU para el sistema de desarrollo de Intel MDS, que contaba con el procesador 8080, sustituyéndolo por el Z-80, que era compatible en código, pero con algunas interesantes mejoras, que se podrían utilizar en el MDS gracias al nuevo procesador.

La placa Z-80 para el MDS la construimos, junto con los circuitos accesorios necesarios y diseñamos una BIOS con el código de arranque (bootstrap), compilado manualmente (o sea con lápiz y papel) desde el ensamblador al código máquina. Todo esto lo hicimos en el laboratorio de la escuela de Teleco, entre dos personas: Ricardo Cañete y yo.
Para ser sinceros, la placa nunca funcionó.
En una ocasión, al volver de una sesión de trabajo en la escuela, se nos olvidó la placa encima del coche, y después al arrancar vimos que salía despedida. Fuera por lo que fuese, no hubo forma de poner aquello en marcha.
Mi primer contacto con la tecnología de semiconductores tuvo lugar mucho antes de empezar la carrera, teniendo quizás 15 ó 16 años, cuando construí un circuito biestable (una luz intermitente) con dos transistores de germanio, dos resistencias, y dos condensadores y una bombilla. Lo vi en una revista, compré los componentes, lo monté y funcionó. Fue algo mágico.
Pero ese fue mi primer y último contacto con el germanio. Después ya sería el silicio el principal protagonista.
Durante la época de la universidad construí algunos otros cacharros interesantes, que generalmente funcionaban, como por ejemplo un «conversor de audio a luz», un aparato con luces de colores que se encendían y apagaban según las frecuencias de la música (con tres filtros, un paso bajo uno de medios, y uno de agudos), y también un «secuenciador musical», básicamente una memoria CMOS donde se almacenaban notas musicales y se podían reproducir después, alterando la velocidad y el orden de las notas, al invertir las salidas del contador que las iba seleccionando.
Estos cacharros no los tengo ahora, pero me gustaría haberlos conservado.
Siempre he dicho que mi interés por la electrónica (analógica y digital) provino de mi interés por la música.
La electrónica siempre me ha parecido algo mágico. Cuando aún estaba estudiando en el colegio, cayó en mis manos una radio de válvulas que tenían mis tíos en el taller. La radio no funcionaba, pero me maravilló ver aquella maraña de resistencias, condensadores y válvulas, que parecían una ciudad en miniatura.
Por ello me animé a hacer el curso AFHA de electrónica por correspondencia, donde llegué a construir una radio y una televisión de rayos catódicos, por supuesto todo a válvulas, que incluso llegó a funcionar. Mi tío Angel me llamaba «jodío televisión», con cariño.

Mi interés por la música y la electrónica me llevó a estudiar la carrera de Teleco. Aunque lo que yo buscaba era una ingeniería electrónica, pero en ese momento en España no existía ninguna ingeniería con ese nombre, y teleco era lo que más se parecía.

Aunque mi vida profesional siguió por otros derroteros, conservé por muchos años el interés por esa dualidad música y tecnología, al menos hasta que, 12 años después de trabajar en Fujitsu, solicité el despido incentivado, en 1992, año en el que estuve preparando las oposiciones que finalmente me llevaron a ingresar como funcionario en 1993.
Ese año de 1992 fue un momento decisivo en mi vida personal y profesional. Pero eso sería tema para otro artículo.
Federico Faggin, hombre sin duda de éxito, ha terminado su carrera pero ha dedicado sus esfuerzos al desarrollo de cuestiones filosóficas profundas, como es la existencia de la consciencia tanto en seres biológicos como en los seres electrónicos.
No he terminado de leer el libro, y ya veremos en qué queda, pero mi única reflexión, si sirve de algo, es que mi vida podría haber sido paralela, pero por el motivo que sea, en algún momento las encrucijadas me han llevado por caminos distintos.
Para él la vida parece haber sido muy satisfactoria, pero no a todos los mortales se nos ha dado (o hemos conseguido) sortear los vericuetos de la existencia con la misma satisfacción.
La gente de éxito (incluido Luis de la Fuente, seleccionador nacional de fútbol español que acaba de ganar la Eurocopa 2024) tiende a decir que si te esfuerzas y trabajas intensa y constantemente, el éxito te sonríe.
Otros matizan que no tiene por qué ser un éxito material. Si no es material, tendrás una recompensa inmaterial.
Yo creo en el esfuerzo, pero no en abstracto, sino para conseguir o lograr algo definido, bien sea material o inmaterial. También creo que no es suficiente con esforzarse. Hace falta tener suerte (sí, suerte, la suerte del azar).
Descorazona un poco pensar que todo depende de uno mismo, puesto que, cuando no lo logras, implica un fracaso. No lo has conseguido porque no has sido lo suficientemente bueno, o no lo has intentado con la intensidad suficiente.
Entre la filosofía del esfuerzo (todo depende de lo que hagas) y la filosofía del destino (no importa lo que hagas, tu destino está escrito) debe haber algún término medio, que es el que se nos aplica a la mayoría de los mortales.
Desde siempre, las religiones del mundo han intentado calmar esa inquietud existencial y dar las respuestas al angustiado homo sapiens. En particular, la religión católica promete una nueva vida tras la muerte, en la que se recompensan o castigan tus comportamientos buenos o malos en la vida (claro que buenos o malos son los que dice el catolicismo que son). Pero esta religión en la que crecí, no me ha convencido, y no me ha dado las respuestas que busco, no coincido con su forma de ver el mundo.
Otros, como Faggin, encuentran la trascendencia en la ciencia. Afortunados ellos. Yo intento seguir ese camino, pero no percibo que me llene, todavía, mi inquietud por transcender, por encontrar un sentido al mundo en el que me ha tocado vivir..

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